Primavera de otros
Miguel miro sus manos, esas dos manchas blancas que emergian de la oscuridad. Su covacha era la ultima de ese caserio, ahora, vaya a saber por que, totalmente abandonado. Le constaba que el ultimo ocupante habia regresado a su Fraile Muerto de origen. Miguel heredo el catre, el primus, una linterna sin pilas, dos banquitos desvencijados y un cajon flamante que servia de alacena. Habia traido su mate y su termo como unico equipaje.
¿Por que en ese tugurio? Adentro todo era lobrego, pero fuera habia luna. Y silencio. Hoy habia mendigado en la placita, junto al monumento. La cosecha habia sido de siete pesos y una tarjeta telefonica. Esta fue entregada por una chiquilina que le aviso: queda espacio libre para dos o tres llamadas. Despues se fue, corriendo.
Un mes atras, su ultima llamada habia sido para Cecilia: "Me voy, no se adonde. No te preocupes. Sabre arreglarmelas. Sobre la heledadera te dejo un adios". Y el adios decia: "No soporto el mundo. Quiero hallarme a mi mismo. Por una vez la soledad me es imprescindible. No estoy loco, no desvario. Cuando esta noche te enfrentes a las noticias de la tele, y veas mas esqueleticos negritos de Sudan, pateras con marroquies que naufragan en el Estrecho, indigenas del Amazonas empujados a su desaparicion, cursos basicos de violencia juvenil, asi como la incontenible, programada destruccion de la naturaleza, y luego, en el mismo canal o en el contiguo, la soberbia de los gobernantes, demo o autocraticos, casi da lo mismo, exhibiendo sin pudor su fiebre de poseer, su indiferencia hacia el projimo, singular o plural, y asimismo las grandes bovedas de la Bolsa, con la histeria millonaria de los apostadores; cuando veas eso quizas entiendas por que ya no soporto el mundo. La nocion exacta de mi impotencia, de mi incapacidad frente a tanto desastre, de una humanidad que de a poco se suicida, me hace sentir que no tengo el minimo derecho al bienestar, ni a mi profesion, ni a tu amor, casi diria que no tengo derecho a estar vivo. Pero no te preoupes, no voy a eliminarme. Lo que no quiero para la humanidad, tampoco lo quiero para mi. Pero tengo que irme, borrarme, estar a solas conmigo, tratar de comprender este relajo cosmico, esta catastrofe sin dios, este dolor sin sentido. Tu nombre es una de las pocas palabras con sentido que dejo atras. Tal vez mi unica tentacion de arrepentimiento antes de dar este peso, pero la venci. Gracias para siempre, Miguel".
Sus propias manos, esas dos manchas blancas en la sombra, son tambien constancia de si mismo. Afuera, bajo la palidez lunar, otras circunstancias comparecen. Por detras de la cuarta vivienda, irrumpe un muchacho. Su camisa clara, posiblemente blanca, atrae toda la atencion de la luna, pero el se queda inmovil, a la espera de algo.
El algo esperado llega bordeando la segunda casucha. Es una muchacha claro. Miguel no alcanza a distinguir su rostro, pero si que la chica es agil, y al ver que lo espera, camina lentamente hacia el y lo abraza. El happy end, piensa Miguel, de un producto hollywoodense de los sesenta. Pero la parejita no es del celuloide. Ahora se dedican a despejar someramente un espacio entre piedras, casi un lecho de cesped. Luego empiezan a quitarse mutuamente las ropas. Miguel no puede dejar de mirarlos, asombrado, todavia incredulo. Pero ellos ignoran que padecen un testigo involuntario y actuan con natural impunidad, como si insistieran en un ritual varias veces cumplido.
Miguel admite que, con el aporte lunar, aquellos dos cuerpos jovenes, acariciandose sobre el cesped, moviendose en un vaviven tierno, acompasado, penetrandose, permaneciendo luego unidos en un abrazo que seguramente es tibio, pleno, final: Miguel admite que ese conjunto es como una metafora, pero tambien un motivo de ser, una explicacion primaria que comunica algo a pesar suyo.
Lentamente los muchachos vuelven a sus ropas, se rien, festejan. Miguel no alcanza a captar que dicen, pero aparentemente rebosan alegria. Tal vez se trate de una felicidad instantanea, sin futuro, quien puede saberlo. Por fin se relajan, abrazados, y Miguel queda otra vez ensimismado, solo en su desconcierto. Ya no mira sus manos, las introduce en sus bolsillos y alli solo encuentra la tarjeta telefonica. Entonces se levanta, sale a la noche. Ya no hay luna. Las nubes han decidido cubrirla, al menos por un rato. Camina ocho, diez cuadras, con lentitud, indeciso, como frenandose. Cuando encuentra un telefono publico, se mete en la casilla, introduce en el aparato la tarjeta que le habia dado la chiquilina y marca siete cifras. Del otro lado alguien levanta el tubo y el pregunta:
"¿Cecilia?".
Miguel miro sus manos, esas dos manchas blancas que emergian de la oscuridad. Su covacha era la ultima de ese caserio, ahora, vaya a saber por que, totalmente abandonado. Le constaba que el ultimo ocupante habia regresado a su Fraile Muerto de origen. Miguel heredo el catre, el primus, una linterna sin pilas, dos banquitos desvencijados y un cajon flamante que servia de alacena. Habia traido su mate y su termo como unico equipaje.
¿Por que en ese tugurio? Adentro todo era lobrego, pero fuera habia luna. Y silencio. Hoy habia mendigado en la placita, junto al monumento. La cosecha habia sido de siete pesos y una tarjeta telefonica. Esta fue entregada por una chiquilina que le aviso: queda espacio libre para dos o tres llamadas. Despues se fue, corriendo.
Un mes atras, su ultima llamada habia sido para Cecilia: "Me voy, no se adonde. No te preocupes. Sabre arreglarmelas. Sobre la heledadera te dejo un adios". Y el adios decia: "No soporto el mundo. Quiero hallarme a mi mismo. Por una vez la soledad me es imprescindible. No estoy loco, no desvario. Cuando esta noche te enfrentes a las noticias de la tele, y veas mas esqueleticos negritos de Sudan, pateras con marroquies que naufragan en el Estrecho, indigenas del Amazonas empujados a su desaparicion, cursos basicos de violencia juvenil, asi como la incontenible, programada destruccion de la naturaleza, y luego, en el mismo canal o en el contiguo, la soberbia de los gobernantes, demo o autocraticos, casi da lo mismo, exhibiendo sin pudor su fiebre de poseer, su indiferencia hacia el projimo, singular o plural, y asimismo las grandes bovedas de la Bolsa, con la histeria millonaria de los apostadores; cuando veas eso quizas entiendas por que ya no soporto el mundo. La nocion exacta de mi impotencia, de mi incapacidad frente a tanto desastre, de una humanidad que de a poco se suicida, me hace sentir que no tengo el minimo derecho al bienestar, ni a mi profesion, ni a tu amor, casi diria que no tengo derecho a estar vivo. Pero no te preoupes, no voy a eliminarme. Lo que no quiero para la humanidad, tampoco lo quiero para mi. Pero tengo que irme, borrarme, estar a solas conmigo, tratar de comprender este relajo cosmico, esta catastrofe sin dios, este dolor sin sentido. Tu nombre es una de las pocas palabras con sentido que dejo atras. Tal vez mi unica tentacion de arrepentimiento antes de dar este peso, pero la venci. Gracias para siempre, Miguel".
Sus propias manos, esas dos manchas blancas en la sombra, son tambien constancia de si mismo. Afuera, bajo la palidez lunar, otras circunstancias comparecen. Por detras de la cuarta vivienda, irrumpe un muchacho. Su camisa clara, posiblemente blanca, atrae toda la atencion de la luna, pero el se queda inmovil, a la espera de algo.
El algo esperado llega bordeando la segunda casucha. Es una muchacha claro. Miguel no alcanza a distinguir su rostro, pero si que la chica es agil, y al ver que lo espera, camina lentamente hacia el y lo abraza. El happy end, piensa Miguel, de un producto hollywoodense de los sesenta. Pero la parejita no es del celuloide. Ahora se dedican a despejar someramente un espacio entre piedras, casi un lecho de cesped. Luego empiezan a quitarse mutuamente las ropas. Miguel no puede dejar de mirarlos, asombrado, todavia incredulo. Pero ellos ignoran que padecen un testigo involuntario y actuan con natural impunidad, como si insistieran en un ritual varias veces cumplido.
Miguel admite que, con el aporte lunar, aquellos dos cuerpos jovenes, acariciandose sobre el cesped, moviendose en un vaviven tierno, acompasado, penetrandose, permaneciendo luego unidos en un abrazo que seguramente es tibio, pleno, final: Miguel admite que ese conjunto es como una metafora, pero tambien un motivo de ser, una explicacion primaria que comunica algo a pesar suyo.
Lentamente los muchachos vuelven a sus ropas, se rien, festejan. Miguel no alcanza a captar que dicen, pero aparentemente rebosan alegria. Tal vez se trate de una felicidad instantanea, sin futuro, quien puede saberlo. Por fin se relajan, abrazados, y Miguel queda otra vez ensimismado, solo en su desconcierto. Ya no mira sus manos, las introduce en sus bolsillos y alli solo encuentra la tarjeta telefonica. Entonces se levanta, sale a la noche. Ya no hay luna. Las nubes han decidido cubrirla, al menos por un rato. Camina ocho, diez cuadras, con lentitud, indeciso, como frenandose. Cuando encuentra un telefono publico, se mete en la casilla, introduce en el aparato la tarjeta que le habia dado la chiquilina y marca siete cifras. Del otro lado alguien levanta el tubo y el pregunta:
"¿Cecilia?".
Cuando lo lei me emocione y, que mejor formar de cerrar este blog, asi que le tomo prestada esta primavera a Benedetti...Gracias por todos los comentarios que me habeis hecho llegar al mail, han sido lo mejor de esta azotea tres puntos suspensivos